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Dulce final

Cada día discuten y luego se reconcilian en la cama, hasta hacer temblar los cimientos del edificio en el que malviven. Sin embargo, hoy no hacen el amor. Hoy, tumbados desnudos, sólo se miran a los ojos en silencio, nariz con nariz. Sonríen llenos de complicidad, olvidándose de todo lo malo, incluidas las molestas gomas de los brazos, mientras esperan, espe… ran, esp… 


(Publicado en ENTC, inspirado en la palabra «Mamihlapinatapai», la palabra más concisa del mundo, que expresa el entendimiento silencioso entre dos personas).

Sin sombra

Foto propia
Aunque no lo parezca, se santigua con la mano derecha fantasma mientras el puño izquierdo esconde un mechero. A su vez, el ojo derecho fantasma mira al frente con seguridad. Sin embargo, el izquierdo titila indeciso. Entonces el corazón remueve los fantasmas de los anhelos que le llevan tiempo acechando; y el cerebro, que suele decidir en estos casos, hoy se queda en blanco, bajo la luz abrumadora del sol del mediodía.

Y, petrificado en el centro de la terraza más popular, el joven inapreciable contempla cómo otro muchacho ofrece fuego a la bella Marieta, que rebusca en el bolso por enésima vez.







(Relato finalista en el concurso Anonimous propuesto en ENTC. Tema: "cuidado con los miedos, les encanta robar sueños". Condiciones: relato que empiece por la letra A y acabe por la Z y límite de 111 palabras.)

Apagón

   


El guardián de los cielos no debe dormirse apoltronado en la Osa Mayor, ya que ha de mantener iluminadas las candelas de los caminos celestiales. Él guía a las estrellas errantes soltando grandes carcajadas, embriagado por el polvo que pierden al pasar. Así ellas no deambulan al tuntún, llenando los cielos de susurros de anhelos de aquí para allá. Además, el guardián las protege con empeño, alejando de su trayectoria a planetas inapreciables, asteroides impredecibles y agujeros negros con las vibraciones de sus risotadas. Por eso, cada estrella encuentra siempre a su deseador. Menos la noche en la que el guardián debe apagar las candelas y, con sumo respeto, dejar de reír.  

  

(Publicado en ENTC, con tema "Se acabó la función").

El mismo

Foto de la red

Tantas horas de doloroso parto borradas de golpe al tener al bebé al fin entre sus brazos. Siente que todo ha merecido la pena, incluso romper con el padre por no estar de acuerdo en traerlo al mundo, como cuando la convenció la otra vez. Después de aquello, fue casi feliz a su lado, pero nunca dejó de soñar con aquel que podría haber tenido los ojos verdes de su abuelo, la nariz respingona de su tía Manuela o, tal vez, los dedos largos y delgados como los de su madre. 

Ahora, a solas en la habitación del hospital, lo observa embelesada dormir sobre su pecho y no piensa en nada más. Acerca el rostro a su cabecita e inspira hasta embriagarse. Podría pasar el resto de su vida en ese momento.

De pronto, al fin abre los ojos. ¡Sí! Son iguales que los del abuelo. Aunque el bebé la mira de una manera extraña que la incomoda, reconociéndola durante eternos segundos, hasta que rompe a llorar lo de toda una vida perdida de una sola vez.


(Publicado en ENTC)


 

Sin descanso

Leda

El escarabajo arrastra con ímpetu su pelota por la carretera sin asfaltar de un pueblo abandonado con cuatro casas que, a duras penas, se mantienen en pie. Pero, tras una pequeña cuesta arriba, se le escapa cuesta abajo a toda velocidad y el angustiado insecto la sigue lo más cerca que puede. Sin embargo, la dichosa pelota choca contra una piedra que la hace saltar por los aires hasta que, al fin, cae a plomo cerca de la cuneta, perdiendo su hermosa redondez. 

El golpe provoca una fisura en el suelo seco por donde se cuela el sol del mediodía, metro y medio hacia las entrañas de la tierra. Allí, el rayo despiadado alcanza a un grupo de lombrices que, molestas, se escabullen a una zona más oscura, dejando iluminados, como una efímera aparición, algunos relojes, un montón de huesos y unas cuantas llaves que no volverán a abrir ningún hogar.


(Relato publicado en ENTC).


 

Manuela o Manuel

 


Una lágrima, lenta y torpe, me brota con esfuerzo en cuanto sostengo en brazos a mi bebé. Ha sido un largo camino. Y es que, a los cincuenta, no tengo sólo los ojos más secos, sino que las entrañas tampoco son precisamente un vergel. Pero ahora estoy feliz. Tengo un bebé. Y, así mismo, con él aún arrebujado en la pequeña sábana del hospital, me escabullo entre la gente, desde neonatos hasta el aparcamiento, deseando llegar a casa para desenvolver mi delicado regalo.


(Publicado en ENTC)



“Flashback”

Foto de internet

El álbum de fotos se resbala de las manos titilantes del solitario anciano, formando una tienda de campaña en el suelo. Y, como su artrosis le impide recogerlo con rapidez, un indio diminuto tiene tiempo para salir de su interior, dispararle y meterse de nuevo en la tienda. Tras la sorpresa inicial que lo deja congelado en el sitio, el hombre se agacha con soltura para mirar dentro, con la flecha pegada aún en su frente. De pronto, lo ve todo con la nitidez de su juventud y se pone a cubierto, agazapado tras el butacón. Recuerda que, en algún momento, el indio saldrá de su escondrijo otra vez. Por eso, espera. Espera. Espera, con su corazón de niño agitado y su mano por pistola lista para disparar.


(Publicado en ENTC)

RELATO SELECCIONADO


El pedacito

Mi relato El pedacito ha resultado ganador de la VII edición de Relatos con Banda Sonora de La Ventana, Cadena Ser, con el que participaba en la final con compañeros a los que admiro: Joaquín Vals, Esther Gómez, Soledad Esnaola y Raquel Lozano. (Relatos). Ahora será convertido en canción de la mano de Miguel Marcos (@miguelmarcosf), alma de Le Voyeur y futuro profe de la Escuela de Escritores con el Laboratorio Sonoro: escribir canciones. Estoy feliz.


  Escucha aquí.

Blondie, Hearts if glass

El pedacito

Postrado en su cama, el chico sintió un arpón en el pecho al despedirse para siempre de Manuela. Su cuidadora se casaba y se iba a otra ciudad. Y, según salía ella de la habitación, la cuerda se estiraba más y más, hasta incorporarlo en la cama. Cuando ella recorría el pasillo, más, hasta arrastrarlo al borde. Al cerrar la puerta de la calle, más, hasta encaramarlo al suelo y romperlo todo entero en mil pedazos. Uno saltó por la ventana y se le coló a ella por la blusa, haciéndole un corte profundo que nunca se llegó a cerrar.


De cómo me conocí

Durante el confinamiento de la primavera del 2020, aprendí tanto de cómo vivir sin salir de casa que, cuando nos concedieron la libertad, yo ya no quise salir en verano. Ni en otoño. En invierno ya era un experto en trabajar y pedir a domicilio cualquier cosa, o a controlar las horas de sol en mi ventana dependiendo del mes para cargar mi vitamina D. En fin, una perfecta vida en solitario. 

Esta primavera me la anunció la algarabía de las golondrinas que alegraban el patio con sus bailes con las nubes como telón. Yo, contagiado por ellas, supe que éste iba a ser el verano de mi vida, ya tenía la experiencia del anterior. Pero, una mañana al levantar la persiana a finales de junio, no me daba el sol en la cara como cada día. Con medio cuerpo por la ventana para localizar el porqué, vi que en el piso de arriba, normalmente vacío, había un montón de delicadas prendas femeninas en el tendedero de avión. Me llamó la atención sobremanera un diminuto tanga que me dejó fascinado. De pronto, la minúscula prenda emprendió el vuelo como una golondrina más por un golpe de aire, planeando ante mí sin que yo pudiera darle alcance por más que lo intentaba, llenando todo a su paso de un arrebatador aroma a azahar. La prenda, juguetona, bailaba arremolinada entre los pétalos de las flores que se desprendían de algún piso superior. 

De pronto, se paró en seco ante mí y le di alcance apresurado. Tras comprobar, mirando arriba y abajo y derecha e izquierda, que nadie había presenciado tan ridículo espectáculo, me metí con rapidez. Eché las cortinas y la posé en la mesa de centro. Me senté en frente en mi butaca bermellón. La miré fijamente. Era la única compañía que tenía en ese último año. De pronto, ella, con timidez, incorporó su pequeño cuerpo y alzó su tira izquierda a modo de saludo. Alucinado, le tendí mi mano. “Ernesto. Encantado”, dije confundido. A partir de ahí, congeniamos. Yo le contaba mis cosas, mi encierro. Zarabasic, como así se llamaba, se encogía con los dos bracitos sobre su pequeña barriga muerta de la risa. Fueron los días más felices de mi vida. 

Semanas más tarde, la vecina de arriba me picó a la puerta y me preguntó por su prenda, que si era su favorita que si blablablá. Y yo que no, que no he visto nada. Al cerrar, nos reímos muy bajito, no fuera a percatarse de que estaba a mi lado y me prefería a mí. Tanto que, esa misma noche, sería la primera de muchas que pasaríamos juntos al fin.


Otoño dulce

Foto de la red

Cuando lo vimos por primera vez, rebuscaba en el contenedor de al lado de la casa rural que alquilamos en verano. «¡Mira, papá! ¿Podemos quedárnoslo? ¡Porfa, porfa!», me rogó Luis poniéndome ojitos mientras lo señalaba dando pequeños saltos en el sitio. Bien sabía que yo era más fácil de convencer que su madre. Me estremecí porque se parecía mucho al que habíamos perdido pocos meses antes. Igual de flaco. Aunque, antes de poder decir ni sí ni no, había huido alarmado por la voz chillona de Luis, a cinco años —como mínimo— de empezar a resultar agradable. Intenté alcanzarle, pero se escabulló entre la maleza, arropado por la oscuridad. Por si regresaba más tarde, dejamos comida al lado de la cancela abierta. Al día siguiente, en el porche. Al tercero, agua, mantas. Una semana más tarde Luis y él ya eran inseparables. Así que, como no podía ser de otra forma, cuando acabó el verano, nos volvimos pletóricos con nuestro nuevo abuelo a la ciudad.

(Publicado en ENTC.)