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Sofocos

En otoño de 1979, el tío Luis vino de la capital por las fiestas de Nuestra Señora de Contrueces. Apareció con una camisa de color amarillo chillón bajo el traje. La abuela tardó media jornada en cerrar la boca y parpadear. “Soltero a los cincuenta por maricón, claro”, refunfuñó el abuelo, y no lo miró más. Ni le hizo falta. Ya lo miraban lo suficiente todas las mujeres que revoloteaban a su alrededor, a las que tenía que empujar yo para bailar con él en la romería. A mí me gustaba mucho el tío Luis porque me hacía caso. Y porque era muy divertido. Era moderno. 
Tras él, mi padre, como todos los demás, empezó a usar camisas fucsias, estampadas o bermellón, dejando aparcadas las blancas y azules para bodas, bautizos y funerales. Con los años comprendí el concepto de moda, pero no en aquellos tiempos. Pensaba que debía de ser algo vergonzoso que él se vistiera con tantos colores porque veía a mi madre roja como un tomate, resoplando tras abanicos improvisados de cualquier material.

(Publicado en ENTC. Tema relacionado con la moda.)

E

—¿Hija?
—(...) 
—Ay, perdone. 
—(…)
—No sé, solo apreté a mi hija. ¿Quién es usted? 
—(...)
—Ya, ya sé que la he llamado yo, pero yo llamaba a mi hija y se ha puesto usted. 
—(...)
—No, no he marcado ningún número. Marqué Edith, mi hija, y ha salido usted. No sé cómo ha podido pasar. 
—(...)
—Sí, es raro. Habré apretado cualquier cosa, sí. En realidad yo no sé usar estos trastos del demonio. Los números me los metió ella, justo antes del confinamiento.
—(...)
—Edith. Edith Carril.
—(...)
—¡Anda! ¿Edi? Pues va a ser eso, sí. No sabía que usted era la abuela de Carmen.
—(...)
—Nada, nada. Está claro. Sí, seguro que lo metió mi hija por si acaso. Debe de estar justo antes que ella en la agenda, sí.
—(...)
—Bueno, pues disculpe… Perdone, ¿cómo dice que se llama? 
—(...)
—¿E… qué?
—(...)
—¿Edisenda? Qué nombre tan raro, es la primera vez que lo oigo. Qué originales sus padres.
—(...) 
—¡Anda!, ¿el mismo día que Edison? ¿Pero existe?
—(...) 
—Ja, ja, ja. Claro, sí, si usted se llama así es que existe, sí. Ja, ja, ja. Qué historia tan curiosa. 
—(...)
—Yo, Antonio.
—(...) 
—Igualmente. Ha sido una suerte que se haya puesto usted al teléfono. En realidad con mi hija casi no tengo tiempo de hablar. Desde el confinamiento dice que está muy ocupada en casa. Teletrabaja y tiene dos peques. Esta es sin duda la conversación más larga que tengo en semanas.
—(...)
—¿Cuatro, la suya? ¡Pues su hija sí que estará liada! 
—(...)
—Ya, claro. Pero aunque no trabaje en otra cosa, cuatro son cuatro ¿eh? ¿Qué edades tienen? 
—(...)
—¡Qué seguiditos! Y, ¿se los llevan o la han dejado tranquila? 
—(...)
—Sí, también yo los echo de menos. Aunque, en realidad, tampoco me ha venido tan mal esto de estar confinado, me sentía muy cansado con recogerlos, llevarlos… No estoy ya para tanto trote.
—(...) 
—Eso sí. Sí, ya pesan los días. Si al menos se me diera bien usar este aparato… Tengo amigos que hacen videoconferencias y se les hace menos pesado.
—(...)
—No, ni idea, no sé. Es que me acababan de regalar el móvil y no tuvieron tiempo de enseñarme. 
—(...)
—¿Usted? ¿Podría? Pues me haría un favor.
—(...)
—¿Tiempo? A mí me sobra el tiempo, Edisenda. 
—(...)
—Ah, sí, Edi. Genial. Usted puede llamarme Toni si gusta.
—(...) 
—Si gustas, sí. Mejor de tú.




La resiliencia de un tal Miguel

Foto de internet
En un lugar del cerebro, al escritor le creció una mancha. Y, en un lugar de la mancha, nació un caballero que se divertía hundiendo su lanza sobre cualquier inspiración, por muy grande que fuera. Eso sentía él. Preocupado, fue a consultarlo y, tras descartar causas graves, le pusieron en tratamiento. Debía escribir un diario sobre esas cosas que imaginaba y volver una vez a la semana para hablar sobre ello. Así, el problema facilitó que escribiera su obra maestra. Aunque, desgraciadamente, al acabar la terapia no pudo escribir nunca nada más, porque aquel caballero todavía estaba allí.

(Publicado en ENTC, nº56. Con el comienzo y el final obligados.)