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Su mejor amiga la ayuda con el cambio. Ahora se parece a la Sandy del final de Grease, de negro y taconazos rojos. Antes de partir, se atusa los rizos rubios en el espejo de la entrada y se humedece los labios bermellón. Sabe que esta vez Antonio va a alucinar. En la puerta de casa se lleva las manos a la cabeza, qué tonta, olvidaba el bolso, donde lleva lo que necesita.
Coge el bus. Es lo que hay si te llevan el coche injustamente por tercera vez en el mes y no tienes un puto euro para recuperarlo.
Llega al depósito municipal contoneándose ligeramente hasta la ventanilla, tampoco quiere pasarse. Al verla, Antonio, el encargado, se pone de pie tras el mostrador y se recoloca el paquete. Al fin ella entra en razón y él no tendrá que sobornar más a los agentes para hacerla ir hasta allí.
De pronto, afuera, el Mercedes de Antonio explota y salta por los aires y unos gritan y otros se tiran por los suelos. Sin embargo, absorta con la belleza del espectáculo, ella está a punto de aplaudir. Pero apretar el detonador escondido en el bolso ya le provoca suficiente placer.
(Publicado en ENTC.)