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De cómo me conocí

Durante el confinamiento de la primavera del 2020, aprendí tanto de cómo vivir sin salir de casa que, cuando nos concedieron la libertad, yo ya no quise salir en verano. Ni en otoño. En invierno ya era un experto en trabajar y pedir a domicilio cualquier cosa, o a controlar las horas de sol en mi ventana dependiendo del mes para cargar mi vitamina D. En fin, una perfecta vida en solitario. 

Esta primavera me la anunció la algarabía de las golondrinas que alegraban el patio con sus bailes con las nubes como telón. Yo, contagiado por ellas, supe que éste iba a ser el verano de mi vida, ya tenía la experiencia del anterior. Pero, una mañana al levantar la persiana a finales de junio, no me daba el sol en la cara como cada día. Con medio cuerpo por la ventana para localizar el porqué, vi que en el piso de arriba, normalmente vacío, había un montón de delicadas prendas femeninas en el tendedero de avión. Me llamó la atención sobremanera un diminuto tanga que me dejó fascinado. De pronto, la minúscula prenda emprendió el vuelo como una golondrina más por un golpe de aire, planeando ante mí sin que yo pudiera darle alcance por más que lo intentaba, llenando todo a su paso de un arrebatador aroma a azahar. La prenda, juguetona, bailaba arremolinada entre los pétalos de las flores que se desprendían de algún piso superior. 

De pronto, se paró en seco ante mí y le di alcance apresurado. Tras comprobar, mirando arriba y abajo y derecha e izquierda, que nadie había presenciado tan ridículo espectáculo, me metí con rapidez. Eché las cortinas y la posé en la mesa de centro. Me senté en frente en mi butaca bermellón. La miré fijamente. Era la única compañía que tenía en ese último año. De pronto, ella, con timidez, incorporó su pequeño cuerpo y alzó su tira izquierda a modo de saludo. Alucinado, le tendí mi mano. “Ernesto. Encantado”, dije confundido. A partir de ahí, congeniamos. Yo le contaba mis cosas, mi encierro. Zarabasic, como así se llamaba, se encogía con los dos bracitos sobre su pequeña barriga muerta de la risa. Fueron los días más felices de mi vida. 

Semanas más tarde, la vecina de arriba me picó a la puerta y me preguntó por su prenda, que si era su favorita que si blablablá. Y yo que no, que no he visto nada. Al cerrar, nos reímos muy bajito, no fuera a percatarse de que estaba a mi lado y me prefería a mí. Tanto que, esa misma noche, sería la primera de muchas que pasaríamos juntos al fin.


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