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Otoño dulce

Foto de la red

Cuando lo vimos por primera vez, rebuscaba en el contenedor de al lado de la casa rural que alquilamos en verano. «¡Mira, papá! ¿Podemos quedárnoslo? ¡Porfa, porfa!», me rogó Luis poniéndome ojitos mientras lo señalaba dando pequeños saltos en el sitio. Bien sabía que yo era más fácil de convencer que su madre. Me estremecí porque se parecía mucho al que habíamos perdido pocos meses antes. Igual de flaco. Aunque, antes de poder decir ni sí ni no, había huido alarmado por la voz chillona de Luis, a cinco años —como mínimo— de empezar a resultar agradable. Intenté alcanzarle, pero se escabulló entre la maleza, arropado por la oscuridad. Por si regresaba más tarde, dejamos comida al lado de la cancela abierta. Al día siguiente, en el porche. Al tercero, agua, mantas. Una semana más tarde Luis y él ya eran inseparables. Así que, como no podía ser de otra forma, cuando acabó el verano, nos volvimos pletóricos con nuestro nuevo abuelo a la ciudad.

(Publicado en ENTC.)





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